George Brassens, el anarquista
Cantando a contracorriente: Brassens y la crítica social en la música
En la primera mitad de 2011, la Cité de la musique de París albergó una de las exposiciones más necesarias de los últimos años: un homenaje a George Brassens. Esta muestra, orquestada por la periodista Clémentine Deroudille y el dibujante y cineasta Joann Sfar, ofreció un recorrido por las etapas de la vida de este inmenso y genialoide cantautor. Uno de los ejes más importantes de la exposición fue el anarquismo de Brassens, un aspecto paradójicamente más conocido fuera de Francia, gracias a la encomiable tarea de sus traductores: Eduardo Peralta (Chile), Pierre Pascal (Francia) y Javier Krahe (España). Curioso, viniendo de un país donde las ideas libertarias modernas se remontan al siglo XVIII, el siglo de Voltaire. Meses después, Sfar refundió material de la exposición y creó la novela gráfica Brassens: la libertad.
Brassens, nacido en 1921 en el puerto de Sète, fue hijo de las contradicciones: su madre, Elvira, napolitana y católica, le transmitió el gusto por la mandolina y las tarantelas italianas; su padre, Louis, francés, le legó su anarquismo y ateísmo. A pesar de mostrarse moderado y prudente en su vida cotidiana, Brassens se transformaba en sus letras, lanzándose con virulencia contra la religión, la justicia y la hipocresía. Para 1946, ya escribía en una de las revistas míticas del librepensamiento francés, La Libertaire; primero en la redacción, corrigiendo faltas de ortografía de sus compañeros, luego escribiendo una columna que firmaba con el seudónimo de Jo la cedille. En sus textos, canciones o no, ya se perfilaba una postura a favor de los parias, prostitutas, outsiders y demás desahuciados sociales, además de un exquisito rechazo a las normas de la «buena sociedad».
Una buena parte de las canciones de autor underground de finales del siglo XX –lo digo más como un supergénero que como una etiqueta de la industria musical– convierte la figura del derrotado en su gran tema y en una poderosa metáfora, renovando una sordidez que podríamos encontrar en textos de Charles Bukowski. Retomando una estética del perdedor y una simbología de la rebeldía, es inevitable pensar en nombres como Nick Cave, Tom Waits y Lou Reed. De alguna manera, parte de esta herencia looser es obra del francés George Brassens. Hombre reservado y cortés, fue cultivando lo innoble, lo abyecto, lo indecente. No podía ser de otra forma: este otro mundo lo aparta de lo que detesta; gracias al tratamiento que da a sus personajes marginales—truhanes, putas y delincuentes—nos enfrentamos a la hipocresía de las «buenas costumbres». Los espacios del outsider, a los que tanto cantó: el tugurio, la covacha, tienen mucho que enseñarnos, pues estos no existirían sin sus antípodas: los palacios. Brassens nos lleva a los reductos de la marginación social para ejemplificar el sofocamiento de los individuos por la moral, las conveniencias y los tabúes colectivos. Sus canciones nos sacan de estos espacios de uniformidad de pensamiento y costumbres. Sin embargo, como apunta en La mala reputación, uno de sus himnos por excelencia: «No, a la gente no gusta que / uno tenga su propia fe» y «Pero a la gente le sienta mal / que uno tenga un camino personal».
Brassens aportó a la juglaría contemporánea la devolución de la poesía a los caminos líricos, como en la Antigüedad y en la Edad Media, donde poesía y canto eran inseparables. Desde la segunda mitad del siglo XX, su legado temático y universo brasseniano se encuentran en el rock, el pop más atrevido y la canción de autor. En nuestro idioma, es inevitable recurrir a nombres como Joaquín Sabina o Javier Krahe, que han construido buena parte de su poética alrededor de la estética del cantautor francés. Brassens empatizó y se compadeció de la fealdad, de los vagos, de las prostitutas, pordioseros y fracasados. De maneras poco convencionales, apela a la ternura de quienes lo escuchamos. Lecturas equivocadas o ignorantes de sus letras llevan al morbo o a la pornografía, muchas veces a la