Hace 57 años, el documentalista norteamericano D. A. Pennebaker (1925-2019) rindió un tributo cinematográfico a Bob Dylan con su emblemática película Don’t Look Back (1967). En ella, los melómanos nos deleitamos con una gira de Dylan y sus compañeros, observando cómo sortea fanáticos, preguntas tontas e incómodas, y otros artilugios de la recién creada –y en crecimiento– escena rockera, propulsada por el mismo Dylan.
En noviembre de 2015, la exquisita distribuidora norteamericana Criterion Collection lanzó una edición restaurada de este documental, ofreciendo a miles de cinéfilos, melómanos y dylanólogos una joya visual ineludible. Para las generaciones actuales, acostumbradas a un consumo musical inmediato y efímero, una película como esta podría parecer una hora y media de aburrimiento y sinsentido. Muchas de las situaciones que en ella se presentan son ahora cotidianas y transmitidas en una multitud de medios. Sin embargo, al reivindicar la memoria histórica de la música popular y poner en su justa dimensión las escenas del documental, emerge la genialidad de Pennebaker como director y guionista. Los vericuetos y escollos de la industria musical se dibujan aquí con una claridad asombrosa.
En Don’t Look Back, un grupo de jóvenes artistas se muestra ávido por crear su arte, difundirlo, divertirse y disfrutar de sus ganancias. Paralelamente, otro grupo negocia precios de presentaciones, especula sobre posiciones en las listas de éxitos y trata de sacar partido económico de ellos. Y, finalmente, un tercer grupo –los fanáticos–, se muestra fanatizado, alebrestado o molesto por el mensaje y las formas del primer grupo, el de los artistas. Este documental establece su argumento en torno a las tres fuerzas que mueven prácticamente cualquier escena musical contemporánea: los creadores, los mediadores y los consumidores.
Respecto al grupo de los creadores, los artistas, el documental nos muestra una gira por Inglaterra de Bob Dylan, acompañado por Joan Baez, Donovan y otros amigos que conforman su equipo de trabajo. Gran parte del tiempo transcurre en lujosos hoteles donde organizan sesiones de trabajo, fiestas, guitarreadas y entrevistas con medios. Dentro de estas habitaciones, entre humos, vahos de alcohol, bromas y exabruptos varios, surge un fructífero caldo de cultivo creativo. Aquí nacen hermosas y surrealistas canciones que dieron identidad a miles de jóvenes de la generación más importante del siglo pasado. Dylan aparece concentrado en su trabajo, ávido por crear canciones, corregirlas, intentar varios finales, variarlas, reinventarlas. Su energía creadora resulta contagiosa; en varias escenas, Joan Baez le hace segundas, ya sea en la voz, en los versos o en los comentarios.
En cuanto a los mediadores –empresarios, managers, representantes de medios masivos, reporteros, críticos–, los vemos hambrientos por saber todo de Dylan: sus hábitos, su estilo de vida... pero poco de sus canciones. Avorazados por el personaje, terminan preguntando idioteces que irritan al creador. Dylan, sin embargo, evade magistralmente las tonterías con otras tonterías juguetonas o con verdaderas píldoras aforísticas, llenas de crítica social y mordacidad. Se lo merecen, como en la escena donde un elocuente Dylan es increpado por un periodista de la revista Times. La conversación se convierte en un intento de declaración de intenciones, donde Dylan desenmascara las intenciones del periodista y ridiculiza la revista que representa, llena de sesgos, suntuosidad y falsedades.
Por último, uno de los actores principales de esta película es el público, un recién nacido público masivo, dispuesto a cualquier cosa por ver a su ídolo, por tocarlo, preguntarle algo, detentar datos sobre el artista que nadie más sepa. El internet y las redes sociales saciarían, medio siglo después, hasta el hartazgo esta necesidad convertida en negocio.
El documental cierra con escenas de un recital mítico: Dylan en el Royal Albert Hall en 1966. En el primer set, muestra su gran talento como cantante folk, para en la segunda parte trocar la guitarra acústica por la eléctrica –probablemente inspirado por los bluesmen–, terminando de dar forma a un arte que se ha mantenido joven y estridente, convirtiéndose en la voz y catarsis de una generación. Pennebaker nos permite asistir en este magistral documental al nacimiento de un fenómeno sociomusical, a nuevos tipos de comportamientos, de negocios e interacciones entre creadores, mediadores y receptores. Pero sobre todo, nos deja entrever la trastienda de un genio: uno encantador, siempre atento y con los sentidos bien abiertos al mundo para volcarlo apasionadamente, bendito sea, en la poesía cantada.